Vivir en Dalston, al noreste de Londres, te aleja de muchas cosas. Sobre todo del noroeste de Londres.
En Dalston impera el color blanco lápida. Día y noche uno pasea por un cementerio animado. A las 9 de la mañana la muchedumbre puebla las calles. Muchos toman el autobús o se dirigen a la parada de overground con un café latte en la mano. Algunos deambulan por el mercado o sacan dinero de algún cash point. Pocos se quedan en casa un martes a las 9 de la mañana. Mi amigo sí lo hace.
Yo no sabía nada de nada hasta que llegué a Londres. Quiero decir que no era consciente de que sabía algo. Uno puede pasarse la vida aprobando exámenes y luego desconoce el truco –imprescindible aquí- para conseguir espuma al calentar una jarra de leche. Yo lo he aprendido en esta ciudad en la que nada te induce a pensar en que ,de hecho, te hayas en una isla.
Aquí las conversaciones con los demás son bien extrañas aunque siempre se acabe hablando del tiempo. Yo prefiero las que evitan este último tema, como por ejemplo ésta que mantuve un día con mi amigo de Dalston.
– ¿Tú celebras la Navidad?
– Sí, de hecho mucho. Un judío en una ciudad como Londres no puede obviar las luces y los abetos. Así me lo enseñaron mis padres. En casa aunábamos sin problemas la Navidad católica y nuestro Hanuka. Actually hasta los seis años pensé que Santa Claus era judío, cuando descubrí que no lo era corrí a la cocina y pregunté alarmado a mis padres ¡¿Por qué viene un católico a casa en Navidad?!
Después mi amigo pone en marcha su envolvente risa y tengo la impresión de que toda la ciudad me envidia. Pero estamos solos en el pequeño restaurante italiano donde acostumbramos a cenar juntos. Únicamente hay un camarero observándonos. Es imposible que este tipo intuya lo que siento cuando ríe mi amigo. No, el camarero sólo nos mira porque sabe que estamos a punto de terminar nuestros gin&tonics.
Yo, Mariana soy la única en la sala que sabe que mi amigo es un secreto. Uno gigante que todo Londres mataría por descubrir, pero soy afortunada y Londres todavía no ha reparado en él. Yo me contento escudriñándole los gestos. Pregunto, ¿cada cuánto te lavas las manos?. Y él responde honestamente sin juzgar mi curiosidad. No sabe que juego a descifrarle. Pobre. No tiene ni idea de lo que soy capaz de leer en él. Me parece incluso ver caras en el fondo de sus pupilas. Caras de OTRAS personas, como transeúntes tras el cristal del aparador de Patisserie Valerie donde trabajé un tiempo al llegar a esta ciudad.
Nos besamos porque él lo pide. Siempre ocurre igual. Hug me dice. Y lo hago. Do you mind if I kiss you? Y permito que así sea, sin embargo prefiero escucharle. La última vez que le vi tuve la impresión de estar cenando con Homero. Mi amigo ha vivido en tantas ciudades y ha conversado con tantas personas que cuando habla, aunque sea de la barriga de su padre, se filtran en su discurso el canto de los grillos de los atardeceres de julio en Sicilia o el olor a madera quemada que se respira en el invierno de Berlín. Creo que nunca lograré estar completamente a solas con mi amigo, será imposible obviar el ruido de fondo que le acompaña allá donde va.
Mi amigo es muy grande, pesa 95 kilos que son 15 stone. Cuando algo me gusta mucho pienso “Esto es 15 stone genial”. Un día se lo dije y puso en marcha esa risa de la que ya he hablado. Él tampoco intuye lo que siento cuando ríe de esa manera.
Seguramente tendré que huir también de esta ciudad para comprender algo. Para ser consciente de lo que estoy cambiando. Para aprender el truco, no el de la leche, ese ya lo domino. El otro.
Mi amigo es compositor y los martes a las 9 de la mañana se queda en su cuarto, en Dalston, al noreste de Londres. Yo me marcho de su piso, después de pasar la noche pegada a su oreja izquierda, por donde creo que le entran las melodías que luego transcribe. Si pudiera escucharlas directamente desde ahí no se lo diría a nadie. Me levantaría a las 9h, me vestiría y me iría del piso en silencio. Dentro de mi amigo viven muchas personas y muchos monstruos y no querría despertarles por nada del mundo.
Hace frío los martes a las 9h en el cementerio animado por el que paseo, pero da igual porque hoy estoy más cerca del enigma que vive dentro de mi amigo.
Dalston queda lejos de mi barrio y en los 45 minutos de overground pienso en cosas realmente importantes para mí. No en mi amigo o en el amor, pienso en sobrevivir la noche en una tienda de campaña en Walles o en llegar a ser una buena camarera. Cuando llego a Kensington Olimpia ya no tengo que pensar en mi amigo ni en el secreto, eso es algo que ya vive tras mis pupilas y que algún otro ser espía sin que yo apenas me de cuenta, porque esa persona también puede ver las caras que yo escondo celosamente detrás del aparador que son mis ojos.
Estoy cerca del truco. Entiendo más de lo que digo. Pero hasta que no huya de esta ciudad no podré contarlo.