Rubén Darío viajó a Andalucía en 1902 buscando luz, intentando sacudir la melancolía que acechaba bajo las nubes de París. Tenía apenas 35 años, pero su desarraigo familiar, su infancia difícil como niño superdotado y su madurez precoz se habían convertido en una carga demasiado pesada. El cansancio y la tristeza había degenerado en depresión y alcoholismo: el sol parecía la única medicina posible.
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