«El hombre está más alejado de sí mismo cuando habla a cara descubierta. Dale una máscara y te dirá la verdad”. Oscar Wilde
El concepto de la máscara, su significado y evolución, transcurre paralelo y refleja el propio devenir e identidad del ser humano en la historia. Su origen se remonta al momento en el que el hombre toma conciencia de sí mismo, y sin embargo, es en la colectividad cuando cobra sentido, en tanto que nos comunicamos con un interlocutor que interpreta el mensaje que deseamos transmitir. La máscara, por sí misma, no tiene razón de ser sin la existencia del otro, del receptor. Pasamos así de lo individual a lo colectivo y general, la parte por el todo, a través de un objeto que se transforma en un símbolo que refleja la dualidad del ser humano.
En cierta medida, cuando nos ponemos una máscara nos negamos a nosotros mismos, no deseamos ser quienes somos. Vivimos encorsetados por unas normas sociales y morales que con ella fácilmente quebrantamos. Aspiramos a esa doble personalidad, o alter ego, buscando dar rienda suelta a nuestros actos y poder decir impunemente lo que queremos, como el bufón al rey. Aunque resulte paradójico hacemos uso de este escudo protector para decir la verdad. Al igual que un actor, interpretamos un papel a través del cual afloran sentimientos ocultos que queremos exhibir sin ser reconocidos, sin frenos ni cortapisas. Nos escondemos para proyectar cómo realmente nos gustaría ser, en definitiva, para ser libres.
En la evolución de la máscara desde la Edad Antigua, hubo un primer estadio en el que primaba su función ceremonial, ligada a ritos que comunicaban al hombre con el más allá, con dioses, espíritus o fuerzas de la naturaleza, buscando con ello la protección terrenal, aplacar la ira de seres mitológicos, ahuyentar a espíritus malignos o invocar a otros para pedir la bondad en las cosechas. Los encargados de dicha función eran chamanes, sacerdotes o magos que, valiéndose de la superstición, actuaban de intermediarios entre lo divino y lo mundano, convirtiéndose así en grandes catalizadores de poder y control social. Se erigían en actores, acompañándose de danzas, poses, y música, creando una liturgia en la que cobraba sentido el mensaje como un todo. Paradas fundamentales en ese devenir fueron Egipto, Grecia y Roma. Fue en Grecia, pasando después a Roma, donde evoluciona el concepto de máscara, transformando aquellos ritos, como las bacantes en las que se invocaba al Dios Baco, en otros más humanizados y artísticos que dieron origen al teatro. A través de diferentes tipos de máscaras se representarán tragedias, sátiras y comedias, donde la política, la religión y la vida cotidiana serán los nuevos ejes temáticos. Se va produciendo un giro de lo divino a lo terrenal, al hombre con sus aristas, bondades y miserias. El teatro se diversificará, serán los hombres quienes interpreten papeles femeninos en Grecia, pero también en Japón, en el teatro isabelino o en el Siglo de Oro español, tras máscaras o maquillajes, en un doble juego de interpretar un papel y un género. El uso lúdico de la máscara se dará con las diferentes variantes del Carnaval, pasaremos por las sociedades secretas tan en auge a finales del S.XlX, hasta llegar a la explosión de la industria cultural, que supuso su consagración como fenómeno popular gracias al cine, la literatura o la música. Tendrá una presencia importante, ya en el S.XX, con la irrupción de movimientos y vanguardias artísticas junto a la posterior cultura pop. En la Bauhaus alemana se exigía a los alumnos no solo saber trabajar, sino también saber vivir. La vida nocturna era tan importante como la diurna, y por ello, era frecuente la celebración de fiestas de disfraces en las que se competía por ver cuál era el mejor y más original. Se buscaba con ello fomentar el trabajo en equipo y la liberación de tensiones. Desgraciadamente el nazismo se encargaría de provocar el exilio de sus miembros, tachando su labor como “arte degenerado”.
Sus utilidades, serán múltiples, desde objeto ritual de protección ante dioses y espíritus, a protección ante la muerte, objeto festivo de juego y disfraz o máscara funeraria, para su uso escénico o bien el revolucionario, para la anarquía y para el anonimato. Para delinquir, robar o atentar. Como objeto de cortejo o fetiche sexual. Variados serán también el tipo de sujetos portadores: médiums, anarquistas, ladrones, actores, líderes mesiánicos, revolucionarios, estrellas de rock, asesinos, terroristas, amantes del sado, cortesanas, artistas dadaístas, héroes y villanos. Lo que tienen todos ellos en común es la intencionalidad, ya sea más mística o terrenal, en la transmisión de un mensaje simbólico. En definitiva, podríamos trazar una historia de nuestro tiempo a través de la figura del enmascarado.
Una cuestión de identidad
Marta Serna en su muestra La máscara de las caras falsas (Fake Face Mask) reinterpreta el papel de la máscara como un objeto de poder y elemento transformador que puede dar, preservar y multiplicar la identidad, o la falta de ella. La puede difuminar, desdibujar e incluso hacerla desaparecer. Como expone la artista: “El eje de la exposición es una cuestión de identidad, una reflexión sobre lo que hay tras la máscara y su efecto hacia afuera. El papel que debe cumplir quien se oculta detrás de ella”. Así, el enmascarado cobrará una nueva entidad, se convertirá en otro, o bien, desaparecerá si así lo desea. Representará a una multitud, estará poseído, o incluso podrá prestarse a ser médium y canal de las fuerzas de la naturaleza o del más allá.
La temática que nos presenta es amplia y abierta a múltiples interpretaciones. Lo ritual, lo ceremonial y la magia se conjugan con la religión y el misterio. El abuso de poder con la violencia, o incluso, por qué no, con el juego y el azar. La brujería se da la mano con heroínas y villanos. Nada es lo que parece, o quizás sí. Sus personajes, por su apariencia y acción que desarrollan, se prestan a ser vistos en diferentes ángulos, como si un haz de luz se reflejara a través de un prisma en múltiples direcciones. Juegan en variados niveles, dependiendo de cómo queramos interpretar el mensaje. Pueden estar delinquiendo o simplemente divirtiéndose, atentando o jugando, quizás estemos asistiendo a una sesión de hipnosis o a un rito satánico, una situación de abuso, o tal vez se trate tan solo de una carnavalada. Todo lo lejos que nuestra mente nos quiera llevar. Se representan juegos de roles en los que impera la ambigüedad. “No somos una sola cosa, somos muchas. Las cosas poliédricas se tienden a matar porque no podemos apresarlas. No tenemos porqué sentirnos o adscribirnos a un solo grupo. Con ello solo le facilitamos el trabajo al Estado de control. El anonimato nos hace libres”, afirma, y es que, en su obra, los límites están difusos, no delimitados. No todo tiene porque ser explicado en una sola dirección.
La no máscara
Encontramos situaciones donde los protagonistas no aparecen literalmente enmascarados, el objeto material no está presente, pero sí su función, que se mantiene en su papel como símbolo de dualidad del ser humano. En este sentido, tendría que ver con las máscaras sociales que todos nos imponemos, tanto en el ámbito de lo público, como de lo privado, y con el personaje que interpretamos en el día a día, en nuestro entorno laboral, familiar, o personal. Y es que no somos la misma persona en nuestro comportamiento social, interactuando con los demás, que en la intimidad familiar, o enfrentándonos a nosotros mismos a solas en la intimidad. En mayor o menor medida, siempre hay matices que varían. No deja de ser un juego, establecido por normas sociales, que solemos aceptar y jugar.
La idea de la no máscara está emparentada con la del doble o alter ego, la doble vida o la personalidad múltiple, reflejado en el cine, de manera más radical y arquetípica, en figuras como vampiros, hombres lobo o brujas, y quizás tenga su mayor paradigma en la profesión del actor. El actor juega con el engaño para contarnos una mentira que queremos creer, porque nos identificamos con él, o con la historia que nos cuenta. Muchas son las veces que oímos en boca de intérpretes decir que son personas muy inseguras, que se transforman a través de sus personajes, precisamente porque son estos quienes realmente nos hablan, no ellos. Es la mayor de las mentiras, que conscientemente aceptamos como espectadores, ya que a cambio, conseguimos algo tan valioso y necesario como es el placer. Si tuviésemos que pensar en alguien que reencarne esa idea de figura de múltiples facetas y máscaras, no cabría mejor ejemplo que David Bowie. Sus diferentes personajes encarnados y su capacidad de reinventarse, unido a una ambigüedad sin límites, le convirtieron en el hombre máscara por antonomasia, e hicieron de sí mismo una obra de arte. El gran performer. Si pensamos en su Ziggy Stardust, una de sus reencarnaciones más icónicas, volveríamos a una conexión con el movimiento de la Bauhaus, y en concreto a Oskar Schlemmer, director de teatro de la escuela, que con su Ballet Triádico de máscaras y figuras geométricas, influyó enormemente en la estética del cantante.
Por otro lado, la máscara subjetiva cobra sentido también en la época tecnológica actual. En el mundo de las redes sociales, nos escondemos tras lo que denominamos perfil o seudónimo, con el cual transmitimos no lo que somos, sino quién nos gustaría ser. Proyectamos una imagen de nosotros mismos que deseamos que los demás crean, que no siempre coincide con el original. Enmascaramos nuestra identidad y la suplantamos por la de nuestro otro yo tecnológico. A pesar de ese intento de borrar nuestro verdadero yo, paradójicamente en internet se da el fenómeno del control absoluto. Todos debemos ser catalogados, fichados, geolocalizados y ubicados en nichos de mercado. Lo contrario desestabilizaría el Estado de control y a los poderes fácticos. Ser un paria en la red nos convierte en poco menos que criminales cibernéticos.
En la película muda de 1920 El gabinete del Dr. Caligari, se plantea la teoría del doble. Caligari, un loco con aspiraciones mesiánicas, somete, a través de la hipnosis, la voluntad de Cesare, hombre común que al caer en trance muta su ser al de un asesino en serie. El mensaje era un claro alegato pacifista contra el autoritarismo del gobierno alemán de entreguerras, augurio del auge del fascismo que estaba por llegar. Al igual que un mago con capa y chistera, Caligari demuestra su habilidad hipnótica, y disfraza sus fechorías, en una barraca de feria, donde presenta al sonámbulo Cesare en un número adivinatorio en el que éste da respuesta a las diferentes preguntas que le plantea el público, como si de un espectáculo circense se tratara. La película, obra maestra del expresionismo alemán y precursora del cine de terror, nos habla también del contraste y delimitación entre locura y cordura. En la obra Hypnotic Trance que nos presenta Serna, vemos a una mujer tocada con una chistera de mago, al igual que Caligari, con unas calaveras que nos conectan a una dimensión oscura de la situación. Con sus poderes parece doblegar bajo un hechizo a una figura central, en una situación un tanto ambigua donde aparece un tercer personaje sujetándole. En Medium Magic Puppet es un ser, con rasgos de extraño animal, el que abandona su voluntad, como una marioneta inerte, ante la mujer en trance que le domina.
«Llevo sobre mi rostro cien máscaras de ficción […]. Acaso mi verdadero gesto no se ha revelado todavía. Acaso no pueda revelarse nunca bajo tantos velos acumulados día a día y tejidos por todas mis horas”. La lámpara maravillosa, Ramón María del Valle-Inclán
El juego, el azar y la muerte
En Guerrilla girls dos mujeres embozadas tras sendos pañuelos nos miran directamente con actitud desafiante, dispuestas a entrar en acción de un momento a otro. En otra de las obras representadas, ambas portan en su mano unos dados a punto de ser arrojados en una jugada. En el clásico de Ingmar Bergman El séptimo sello, en una Europa asolada por la peste negra, Antonius Block, un caballero que regresa de las Cruzadas, es asaltado por un hombre de pálido rostro a modo de máscara, vestido con una larga capa con capucha, que resulta ser la Muerte. El protagonista, deseando ganar tiempo y poder encontrar sentido a su vida con algún acto que le redima, le reta a una partida de ajedrez. La Muerte, no sin cierta ironía, acepta entrar en su juego sabiéndose ganador. El juego, símbolo y representación indiscutible del azar y el destino, en definitiva, de la muerte. Las Guerrilla girls aquí representadas, con una visión menos romántica que la de la película de Bergman, aparecen como verdugos. La mano ejecutante, en cuya muñeca lleva tatuada una reveladora cruz invertida, espera a finalizar una partida que sabe ganada de antemano. Los rostros escondidos, preservando el anonimato, para poder delinquir, asesinar o atentar impunemente. La suerte está echada.
A lo largo de los tiempos, asistimos a cómo el enmascarado que busca ese anonimato ha sido perseguido con insistencia. Nos inquieta e incomoda quién se esconde detrás del disfraz, pues es sinónimo de pérdida de control por parte de la autoridad. Durante el reinado de Carlos lll, en un país asolado por la subida de los precios de los alimentos básicos, tuvo lugar el Motín de Esquilache, así llamado por el Marqués de Esquilache, ministro italiano e ilustrado del rey, que en su afán por modernizar el país, se dió de bruces con el sentir popular. La gota que colmó el vaso, e hizo estallar la revuelta, fue la publicación de un bando firmado por el ministro, en el que se prohibía el uso de la capa larga y el sombrero de ala ancha, ya que incitaban al embozado a llevar armas y facilitar toda clase de delitos. Esto fue visto por el pueblo como un insulto a sus tradiciones e imposición de una moda foránea. Nuevamente la capa, la misma quizás que esconde la muerte de El séptimo sello y la maldad del Dr.Caligari. Son muchos los países que penalizan en sus legislaciones el uso de la máscara, siendo un agravante llevarla a la hora de cometer un delito, o para ocultar la identidad en manifestaciones y protestas. La máscara como símbolo de rebeldía.
El juego y el azar aparecen también en Psycho Joker, esa especie de bufón, poseedor del destino en sus manos. Coronado por unos cuernos de macho cabrío con calaveras, le convierten en un ser diabólico que enlaza con esa idea de la muerte como destino predeterminado. Máscara es un término que en su acepción árabe, “máshara”, significa bufón o payaso. El bufón era un personaje fundamental en la corte, ya que poseía carta blanca para decirle las verdades al rey, utilizando siempre el escudo protector del humor y la ironía como amortiguadores ante la posible crueldad de esa verdad. Su función era humanizar al monarca, alejándole de esa idea de un ser ungido por Dios, haciéndole ver sus malas decisiones, defectos y miserias.
Te amaré hasta que te mate
El abuso aparece de forma evidente en Te amaré hasta que te mate, título que, ya de por si, no deja lugar a dudas. Presenciamos una escena de violencia entre dos enmascarados. Por su actitud de acoso, sentimos temor por la figura masculina, que al ocultar su rostro tras una máscara inexpresiva, nos desestabiliza e inquieta. Pensemos en las incontables veces que ha sido utilizado en el cine de terror, el recurso de la máscara para ocultar a seres reprobables, enfermos descerebrados y asesinos en serie. O en Kubrick, para hablarnos de la violencia, a través de los dementes protagonistas disfrazados con caretas de La naranja mecánica, o de la perversión y depravación del ser humano, en el inquietante baile de máscaras que da paso a una orgía ritualizada, y con tintes masónicos, en Eyes Wide Shut. Kubrick, ese gran maestro de la ambigüedad y especialista en escudriñar los recovecos más oscuros de la mente.
Aunque el proyecto de Marta Serna es una idea pensada y fraguada el año pasado, antes de que explosionara la situación de pandemia que estamos viviendo, no podemos dejar de relacionar la idea expuesta en Te amaré hasta que te mate con la situación de desesperada impotencia y angustia que debieron de vivir todas esas mujeres anónimas, y en clara desventaja, víctimas de maltrato durante el confinamiento. La obra nos sitúa, contraponiéndolas en un mismo plano, la máscara como verdugo y la máscara como símbolo de rebelión y lucha.
Diableras y brujas contemporáneas
El papel de la mujer en la sociedad es algo que, sin querer con ello hacer gala conscientemente de un activismo militante o radical, está no obstante, muy presente en la exposición. Con Diablera Electrical Lady, la artista juega con diferentes facetas o roles de la mujer ante la vida. A modo de Santísima Trinidad, una figura central vestida como una vedette, protagoniza un número de burlesque confuso, que a su vez nos recuerda a una mujer crucificada, reflejo de pertenecer a un género constantemente prejuzgado, que debe estar siempre probándose a sí mismo. Se hace de manera ambigua referencia a temas como la religión cristiana o al paganismo, donde la misma artista de variedades se transmuta, por qué no, en diosa azteca de una ceremonia ritual. Aparecen flanqueándola otras dos mujeres vestidas del mismo modo, que con su actitud, hacen girar el discurso del conjunto al de la lucha y empoderamiento femenino, ironizando sobre ese sentimiento de culpa judeo cristiano imperante en nuestra sociedad. Las Diableras en trance, otra de las obras mostradas, parecen estar apoyando con su ceremonia de invocación ese mensaje de sororidad. Podemos apreciar también en el conjunto, un guiño a algo tan atávico y ancestral de la tradición del pueblo vasco como es el matriarcado. Éste puede manifestarse incluso en un escenario conservador, no importa, se trata de algo intrínseco y cultural, donde siempre prima el papel fundamental de la mujer como tótem organizativo del núcleo familiar.
Ese poder femenino aflora de igual modo en Cancerbero y Gatitas. Cinco mujeres con caretas de felino acosan a un hombre con máscara de macho cabrío. Ellas le acorralan y agarran, incluso le muerden, buscando hacerse con lo que porta en sus manos, y de lo que procura no desprenderse, como si de un trofeo valioso se tratara. La obra semeja una revisitación o versión muy libre de El aquelarre (1798) de Goya. El término, proveniente de la voz vasca “akelarre”, hace alusión al macho cabrío, que según se cuenta, es una de las múltiples formas que adopta el demonio entre las brujas. Precisamente, otra acepción de la palabra máscara era la latina “masca”, que significaba bruja, espectro o fantasma, y se relacionaba con el término del doble, haciendo referencia al engaño y artificio diabólico, por el cual el otro yo de la bruja, realizaba sus fechorías mientras supuestamente dormía. Tras el proceso que tuvo lugar en 1610 a vecinas de Zugarramurdi, acusadas de brujería y condenadas a la hoguera, los propios inquisidores realizaron un compendio de cuáles debieron ser, según ellos, las etapas que seguían las brujas a la hora de celebrar los aquelarres.
En la obra se ejecuta una inversión de papeles. Si como queda ilustrado en la pintura de Goya, las brujas mostraban adoración ante el demonio, y le ofrecían niños pequeños como ofrenda macabra, aquí hay un ataque directo y físico a la figura central por hacerse con el cancerbero que posee en sus manos, que según la mitología griega, era un monstruo con tres cabezas de perro y cola de serpiente, encargado de vigilar la puerta del inframundo. Siguiendo el hilo de los ritos paganos, las lupercales romanas consistían en ceremonias donde se inmolaba una cabra, y con las tiras de la piel del animal, se azotaba a mujeres que se ofrecían voluntariamente, con la creencia de que así serían luego fácilmente fecundadas. Qué duda cabe, que las mujeres que plasma aquí Serna no se dejan llevar por ritos de fertilidad tan gore, convirtiéndolas a ellas en ejecutantes.
Electric Buzz
Sexy Electric Buzz se presenta con su extraña máscara de ciencia ficción y uniforme de guantes largos y mandil. A su vez, es el protagonista de la pieza de vídeo de animación, para el cual se han necesitado casi 600 dibujos en su confección. En la escena, realizada en loop, la figura ejecuta un baile desenfadado con la actitud chulesca de un fanfarrón. A sus pies, un círculo de manos semejantes a garras de arpía, se mueven unidas a la manera de un zumbido eléctrico. Con su movimiento parecen estar invocando, o adorando, a su objeto de veneración. Ese disfraz, algo diabólico, unido a la acción de las manos y la danza burlona, nos remite a la caracterización propia de un archivillano de novela gráfica, o a un ser maquiavélico y autoritario que, excusándose en su actitud bobalicona, utiliza su poder para urdir el mal.
Baile de máscaras
En noviembre de 1966 tuvo lugar en el Hotel Plaza de Nueva York el Black and White Ball, organizado por Truman Capote, y considerada en su tiempo como la fiesta del siglo. La etiqueta exigía ir de blanco y negro, smoking para los caballeros y de negro o blanco las damas, e imprescindible llevar una máscara. Entre un aforo limitado a 400 invitados, se encontraba la élite social y cultural del momento: empresarios, aristócratas, artistas, multimillonarios, políticos. Ya desde su preparación causó expectación entre periodistas y posibles invitados, por el deseo de todo el mundo de querer asistir. Si eras elegido significaba que eras alguien. Por otro lado, el escritor decidió invitar a vecinos del pueblo de Holcomb, Kansas, donde él mismo había residido, investigando los crímenes de su novela A sangre fría. Se entremezclarían entre todas aquellas personalidades de renombre, rizando el rizo de su pasatiempo. Debió resultar interesante observar a todos aquellos personajes en su juego de adivinación de identidades. No obstante, los invitados se despojarían de su máscara, todos a la vez, a medianoche. Lo más probable, es que pensara irónicamente, que tras conseguir reunir semejante lista de celebridades, no sería de recibo que no pudieran verse las caras. En este caso, el enmascarado sí deseaba ser desenmascarado. Vanidad de vanidades.
Marta Serna, al igual que Capote, nos plantea también un baile de máscaras, un divertimento donde ella ejerce de maestra de ceremonias. Sus invitados interpretan situaciones y esconden mensajes, todo lo profundo que nosotros queramos, llenos de ambigüedad, pero siempre visto desde un punto de vista lúdico, y con la ironía como arma haciendo acto de presencia. Sus escenas pueden trasladarnos a un pasado remoto, conectado con ceremonias mágicas llenas de misterio, o con rituales paganos, pero los protagonistas de sus obras son reales y cercanos, creando con ello inquietud en el espectador y proyectando su mensaje al momento actual, haciéndonos ver que quizás, en ciertos aspectos, no hemos cambiado tanto.
«Yo amo a aquellos que no saben vivir más que para desaparecer, porque esos son los que pasan al otro lado”. Así habló Zaratustra, Friedrich Nietzsche
Texto Abel González Santeiro
—
#IberoBritEs
‘La máscara de las caras falsas’ (Fake Face Mask) es una exposición de Marta Serna en Espacio Marzana en Bilbao. Del 25 Sep. al 06 Nov. de 2020.
Web de la artista: www.martaserna.com
+ info en Espacio Marzana: www.espaciomarzana.com
Textos e imágenes © sus autores / Marta Serna y Abel G. Santeiro