Mi amigo y yo compartimos mucho: la edad –nacimos el mismo año– y la conciencia de nación entre naciones, por encima de los estados, la idea de que hoy solo existe lo que aparece en la web, la pertenencia a un partido político social-demócrata y extinto, la convicción de que en Europa hay tres grandes idiomas de proyección universal –galaico-portugués, castellano e inglés– y nuestra costumbre de leer en esos tres más en francés.
Somos europeístas e iberoamericanistas “de natural” como dirían los antiguos. Solo nos diferencia la formación: él es licenciado en Derecho y CC.Económicas mientras a mí se me dio por las Telecomunicaciones y la Informática; pero la vida nos hizo coincidir en un punto: cuando el comercio electrónico comenzaba, él era director de un área de banco responsable de esa forma nueva de negocio y yo redactaba mi tesis sobre ella. Lo pasamos muy bien intercambiando conocimientos.
¿Y por qué hablo de ese amigo ahora (sin mencionar su nombre, pues quiere ser discreto)? Porque hace unos días nos enredamos con otro proyecto –ahora un libro suyo– y hablamos del texto, del Brexit y de los “drones”.
Sí, partiendo de los conceptos de su ensayo, denso, sobre asuntos como el peso que debe tener el Estado en relación al PIB del país, fuimos a parar al Brexit y a las incontables e incalculables consecuencias que va a tener. Ambos estamos de acuerdo en que la agenda del divorcio del Reino (Casi)Unido y la Unión Europea tiene (perdón por la terminología telecomunicante) una topología arbórea con capilarización finísima. O sea: se parte de un tronco, se va por las ramas y se llega hasta los últimos beneficiarios de la pertenencia a la UE (como hacen las compañías de telecomunicación con sus servicios).
El segundo punto en que concordamos (y él, por sus negocios, anda bien comunicado con Inglaterra y Escocia) es que en este divorcio hay un problema típico de las rupturas de matrimonios: una parte ya dijo “esto se acabó” y, cuando se lía el trámite de darse la espalda, se da cuenta de que hizo una burrada pero el orgullo le puede. Mi amigo dice que, si hubiera un nuevo referendo en el RU (UK), el conjunto de los países de la Gran Bretaña recularía.
Lo último que hablamos fue lo de los “drones”, término que se va a quedar en el castellano aunque pierda sentido y hasta resulte absurdo decir “drones marinos” o “drones terrestres”. Tomado del inglés, mantenemos drone cuando ya asoman en documentos técnicos nuevos nombres, como humming bot y bat bot. Pero la razón de que yo trajese este asunto a la charla no fue lingüística y divertida sino tecnológica, económica y –finalmente– legislativa, regulatoria y preocupante. ¿Qué va a pasar con los “vehículos aéreos no tripulados” cuando el RU vuele por su lado y “el Continente” por el suyo?.
Mi amigo puso una cara de susto grande cuando le conté que las turbinas de los aviones se dan por aptas para soportar encuentros con aves si son capaces de deshacer sin consecuencias un pollo de 5 Kg lanzado contra ellas; que todas superan la prueba pero que la batería de un dron pequeño que se cuele en una turbina, en contacto con los gases a altísima temperatura, explota y le funde los álabes…
¡Puf! Y aun hay más: toda una problemática muy seria, sobre la utilización del espectro radioeléctrico para las comunicaciones dron-base, sobre los procedimientos de detección y evitación de aeronaves tripuladas y vehículos no tripulados, sobre la protección de espacios “sensibles”, sobre…
Si el RU se va de la UE, si deja de pertenecer al espacio aéreo de la Unión y de seguir las normas de la agencia europea que contempla todo lo que en él pueda pasar –con capacidad para regular el uso de ese espacio común por aparatos voladores de todo tipo– estaremos sumando un “lío” más a los que el don Nigel y doña Theresa provocaron.
Mi amigo está de acuerdo; y como economista en ejercicio piensa que los drones, como cualquier otro tipo de UAV (unmanned aerial vehicle) o VANT (vehículo aéreo no tripulado), ya se incorporaron a mil tareas que afectan a la producción: desde el control de las uvas en los viñedos a la revisión de palas de aerogeneradores, desde los estudios topográficos al control de los efectos del mar en las estructuras portuarias… Su número crece sin parar, como crecen sus aplicaciones, en espacios abiertos o confinados.
¿Quién está es estos momentos tratando el Brexit desde el punto de vista de un negocio emergente –en crecimiento acelerado– como el de los drones?
Bien, cuando acabábamos la conversación le conté el origen del término drone, que bien entenderá quien piensa en inglés: al primer avión telemandado que se inventó en Inglaterra por los años 30 (y que se usaba de banco de tiro volante) le pusieron el nombre curioso de Queen Bee; pero hacía tanto ruido – tanto zumbaba su hélice– que, de broma, se lo cambiaron por Drone. Durante la II Guerra Mundial, los yanquis adoptaron ese nombre para sus aparatos no tripulados, que zumbaban como los drones…
Los humming robots imitan a los colibrís y los bat robots, a los murciélagos. Unos hacen ruido, pero diferente del de zánganos de abeja; los otros (en los que ya piensan los terroristas con devoción) son silenciosos.
En términos de economía de escala, ¿merece la pena a los partidarios del Brexit hacerse independientes de lo que se vaya a regular para el espacio “volable” europeo?
Que les pregunten a empresas y organismos del RU dispuestos a encarar un avance tecnológico que ya está afectando un sinfín de actividades. Hágase un mini-referendum ad hoc…