«Cuando no hay estímulos que encontrar en el exterior, no tienes más remedio que mirar dentro de ti en busca de inspiración, y cuando lo hice estalló una creatividad que siempre había estado ahí.»
El que escribe es Bernard Sumner, un chaval de barrio que nace en Mánchester a mediados de los cincuenta, cuando las huellas de los bombardeos de la II Guerra Mundial eran visibles aún en una ciudad lúgubre, fría, húmeda y extremadamente pobre. En Alfred Street, una calle de casas victorianas adosadas, crece este chaval inquieto criado por sus abuelos y una madre con parálisis cerebral, cargada de rabia debido al abandono del padre de Bernard y a haber tenido que criar a su hijo sola, soportando la terrible enfermedad que la aquejaba. La crueldad y el maltrato empiezan pronto, y aunque con altibajos, no dejan de repetirse. Así nos lo cuenta Bernard Sumner en las memorias que la Editorial Sexto Piso ha publicado en español bajo el título ‘New Order, Joy Division y yo’. Decía Ingmar Bergman que las fuerzas creativas llegan a nosotros cuando nos sentimos amenazados, palabras que otro artista, Pascal Bruckner, cita al comienzo de sus memorias, tituladas ‘Un buen hijo’, donde narra la huida del maltrato y el dolor a través de la creatividad, como Sumner.
Perfecto para los amantes de New Order, para los seguidores del músico y para todos aquellos que aún se conmuevan ante la portada de Closer o Unknown Pleasures. Hay descripciones sencillamente geniales, como la de la noche de niebla y luces mortecinas de farolas en Mánchester, en la que al mirarlas, «uno se sentía enfermo de gripe.
En el caso de Bernard es la madre la que ostenta el poder y la que lo acribilla con su rabia en cuanto puede, desahogando así todo el dolor que padece. El espacio, la Inglaterra posbélica y las peligrosas calles de Mánchester. Junto a la casa donde viven, una fábrica de productos químicos que despedía humos tóxicos insoportables, y una prisión. Robos, gamberradas menores, palizas recibidas y ejecutadas y un clima hostil rodean la infancia y adolescencia del que sería una de las figuras de la música a nivel mundial. Pero antes de New Order había que pasar por Joy Division.
Resulta muy interesante la primera parte del libro, en la que el artista nos sitúa temporal y geográficamente, y aporta datos muy precisos a través de los que llegamos a visualizar los primeros años y los azares que lo llevan a conocer a Ian Curtis y a formar un grupo con el resto de la banda. El verano de 1976 es clave en la historia del grupo, pues es el año en el que los Sex Pistols tocan en Mánchester, y Bernard y sus colegas acuden al concierto en el Lester Free Trade Hall por cincuenta peniques. Momentos vívidos, muy personales, pero ahora históricos, en los que a todos nos habría gustado participar de algún modo. Peter Hook ya había definido aquel momento del concierto como especial, pero porque le pareció «una mierda», «algo caótico y emocionante».
El tono de las memorias es bastante comedido y da la sensación de que se están manteniendo las formas y ocultando determinadas pasiones. Frases sencillas, poco reveladoras. De vez en cuando introduce alguna palabra malsonante o una frase llena de violencia, macarra, pero resulta extraña entre tanto orden. Nunca diríamos que el que escribe fuera, en sus orígenes musicales, el componente de un grupo punk.
Se menciona a Ian Curtis porque es esencial en la etapa con Joy Division, pero no es fundamental. El icono se desvía a un lado de las memorias. Se habla, claro, de lo terrible su muerte y de cómo ninguno podía imaginar que Ian estuviera tan mal como para querer morirse. Tocaban sus desoladas y tristes canciones sin escuchar las letras, que no auguraban nada bueno. Solo Ian debió entenderlas. Pero en el libro no es ni siquiera un fantasma. Es parte del pasado y referente para un futuro inmediato, pero Sumner deja muy claro que queda relegado cuando el grupo se renueva y progresa hacia otros derroteros, como los del acid house en Ibiza y la grabación de ‘Technique‘. Drogas, éxtasis, muertes jóvenes, borracheras. Algo menos interesante que la primera mitad del libro, donde predomina cierto romanticismo y la descripción del mito, la emoción de esa Inglaterra a la que Tatcher encolerizó, la de la desolación y la apatía miedosa.
Me gustan las correrías en busca de pelea, lo brutal, sin tener conciencia de ello, del nombre del grupo, el porqué de Joy Division, esa referencia a una sección de los campos de concentración en donde se alojaba a las mujeres que iban a ser objeto de las violaciones de los oficiales nazis de permiso, la Freudenabteilung la llamaban, la Joy Division, o «división de la alegría». Una irreverencia y mal gusto que encajaba muy bien con el espíritu punk de la época.
La epilepsia de Ian, sus depresiones y altibajos anímicos y la creatividad desatada de estos jóvenes bellos y duros como Mánchester es la parte más emotiva de las memorias. Cada uno de los componentes del grupo eligió una faceta creativa para desarrollarse. El fin, el mismo. Escapar del aburrimiento y de la miseria, canalizar la rabia a través de la música. Ian, en sus letras y con su voz. Bernard, en su guitarra y en el diseño de las cubiertas.
Al final del libro se incluye la reproducción de una grabación de Bernard con Ian en un trance hipnótico, una regresión que se usaba para sacar del interior de alguien su parte de una vida pasada que lo atormentaba en el presente.
A la hora de las comidas, se escapaba a la Biblioteca Nacional a buscar referencias que pudieran servir para las portadas de los discos. Al final del libro se incluye la reproducción de una grabación de Bernard con Ian en un trance hipnótico, una regresión que se usaba para sacar del interior de alguien su parte de una vida pasada que lo atormentaba en el presente. Resulta inquietante la lectura, y más sabiendo el fin de Ian Curtis.
Pero en los noventa, ya sin Ian, crecen y se hacen hombres para seguir experimentando. Inglaterra va cambiando y el panorama musical también. Se menciona el abandono de Peter Hook del grupo, los pinitos con las drogas y el alcohol, las enfermedades provocadas por los excesos, los ingresos hospitalarios, la apertura del club nocturno que les hace codearse con lo peor de la noche. Todo y nada. El vacío imparable, pero la felicidad de seguir tocando, de poder vivir no con demasiado haciendo lo que les gusta, como niños aún con su paga semanal para seguir riendo y disfrutando. Una espiral que funciona pero que revienta en las giras, donde el grupo ha de convivir y aguantarse.
Las memorias enganchan por los saltos del presente al pasado, de lo siguiente en la historia del cantante y guitarrista de New Order al recuerdo de la niñez, al ramalazo en blanco y negro y a lo más cool, en esencia, que fue Joy Division, ese grupo sin ínfulas, auténtico, anti industrial. Por esas referencias al pasado, al romanticismo de una etapa, que nos invade a todos cuando escribimos de épocas ya acabadas que sabemos que no volverán, y aunque no hayan sido del todo buenas, añoramos.
Drogas, éxtasis, muertes jóvenes, borracheras. Algo menos interesante que la primera mitad del libro, donde predomina cierto romanticismo y la descripción del mito, la emoción de esa Inglaterra a la que Tatcher encolerizó, la de la desolación y la apatía miedosa.
Gracias a estos recuerdos, los lectores componemos todo un momento histórico y logramos construir el mito y desmitificarlo al mismo tiempo en esas idas y venidas tan repetitivas en las que poco o nada sucede. Una vida más desapasionada una vez crecen y se hacen adultos. Los jóvenes que nos conquistaron son ahora como nosotros y tienen las mismas bajezas y periodos de crisis. Bernard lo cuenta con la naturalidad que caracteriza toda la obra, y quizá hacia el final lo sea aún más.
El libro, en cualquier caso, es cierto y nos acerca a ver momentos importantes, con anécdotas varias y reflexiones con las que Sumner nos contenta sin desvelar demasiado. Perfecto para los amantes de New Order, para los seguidores del músico y para todos aquellos que aún se conmuevan ante la portada de ‘Closer‘ o ‘Unknown Pleasures’. Hay descripciones sencillamente geniales, como la de la noche de niebla y luces mortecinas de farolas en Mánchester, en la que al mirarlas, «uno se sentía enfermo de gripe». «…la niebla, tiznada con la mugre y el polvo de las fábricas, las había reducido a una sucesión de globos turbios a lo largo de la calle.» Y es entonces cuando Sumner nos revela: «El sonido al que dimos forma fue el sonido de aquella noche —un sonido frío, sombrío, industrial—, y surgió desde dentro». Y más adelante, con apenas dieciocho años, cuando todo lo que tenía se derrumba, confiesa: «Creo que se puede oír la muerte de una comunidad y la muerte de mi adolescencia en mi contribución a la música de Joy División». Y sí, si te fijas, se oye.