Es muy ingenuo pensar que podremos llegar a comprender nuestro presente sin haber aprendido de nuestro pasado, sin haber recopilado con cuidado los momentos que nos llevaron a dar este o el siguiente paso. Dar por hecho que somos los mismos que fuimos, excepto ligeros matices, dota a nuestra edad adulta de instantes y descubrimientos en los que nos sonrojamos al comprobar cuán poco avispados fuimos con el análisis de nuestras vidas.
No encuentro un modo mejor de explicar la nostalgia y el desasosiego que me ha producido la lectura de ‘El orden invisible de las cosas’ (Ézaro Ediciones, 2016), un precioso título extraído de una obra indispensable, ‘La música del azar’, de Paul Auster, para un libro distinto, profundamente íntimo y personal.
Fernando Ontañón (Santander, 1972) tiene la extraordinaria capacidad de situarnos en un periodo de la vida, el de los sueños aún no cumplidos ni frustrados, esos años de universidad en los que todo aún podía suceder, y en su antítesis, los de la vida que creíamos hecha, derruida por haber dado un paso en falso, sin que sepamos muy bien cuál fue. Las realidades de unos personajes profundamente vivos en las páginas de la novela que parecen querer conocernos, como nosotros a ellos, alternan con las realidades de otros tiempos.
La historia del franquismo, la Historia de España con mayúsculas, y en concreto el último periodo de la dictadura de Franco, protagonizado por seres tan perturbadores como el torturador llamado Billy el Niño, rompe la ilusión amorosa de los comienzos de una relación entre dos jóvenes apasionados. Zaragoza, Madrid y A Coruña son las tres geografías de la novela. La capital como punto de inflexión, geográfica y vital. Las tres ciudades ocupan nuestro mapa interior y acompañamos en la lectura a los personajes por ciudades y viajes en los que amar u odiar.
Algunos diálogos estupendos en escenas que deslumbran de vitalidad, como la del viaje en coche tras la cena de Nochebuena, tienen ese sabor de novela negra que augura problemas y una trama sólida que constatamos a medida que se avanza en la lectura y descubrimos la historia de Juan, ese ser entre odioso y anodino que de joven aún no se había echado a perder. Y es que en parte la novela habla de esos cambios de la juventud a la edad adulta, el paso de la frescura a la impostación, a la hipocresía de la clase media burguesa de una ciudad de provincias donde el amor no tiene lugar, no puede tenerlo.
Cómo podemos salvar nuestra conciencia, proteger nuestro espacio interior más honesto si no es con una mirada atenta al pasado para modificar lo que no nos gustó porque no lo hicimos bien. De eso se trata, de las idas mentales a un tiempo anterior, recordando para no repetir. Las miserias del presente de los personajes de la novela serán un antes y un después tras el detonante del comienzo, ese hecho que lo cambiará todo.
La aparición de la literatura no es casual, no lo es en ningún momento de la novela. Desde el título hasta las numerosas citas y alusiones literarias, especialmente a ‘El guardián entre el centeno’ de Salinger, la lectura adolescente que siempre pensaron los amantes que los protegería de la desdicha y el desamor cuando finalmente actúa como lo contrario y acentuará la nostalgia de su amor pasado. Pero también aparecen Pavese o Primo Levi en las ensoñaciones de un personaje en una librería para acrecentar el misterio. Se cuelan deliciosamente en una realidad de engaños y despechos y hacen aún más atroces a los vivos y sus mentiras. Todo acaba deshaciéndose sin querer, como si de nadie más que del maldito azar dependiera nuestro destino.
Pero en las huidas también se dejan huellas, aunque no queramos, y los recuerdos, por mucho que escapemos de ellos, están llenos de marcas del pasado en forma de rostros y voces que pierden nitidez pero permanecen. Estamos ante una de las muchas historias de amor de la vida de tantos frustrada por pequeñas alteraciones cotidianas, no grandes hechos ni conflictos. Las cosas más bellas pueden torcerse por una nimiedad y lo más espantoso convertirse en algo inolvidable gracias, también, a un orden invisible de las cosas que no podemos controlar y es por ello más deseado, y hermosa la vida que nos queda por vivir.
Hay mucha nostalgia y desesperanza en este libro pero también una melancolía vital que tiene que ver con estar en el mundo, con habitarlo a pesar de todo y con la idea de seguir haciéndolo y amando.
Existe una íntima melodía en la vida de cada persona que no se repite en otra y que hace, de algún modo, muy especial la propia. Esa autenticidad inviolable nos hace únicos y nos permite sentirnos tan especiales que no escuchamos la música de la vida de otros. Que confluyan dos ritmos es muy difícil, y cuando sucede, se produce una magia que puede con la cotidianidad y la rutina. La sola posibilidad de que pueda pasarnos hace la existencia posible, llevadera.
Es esta una novela que marca el ritmo de los destinos y que hay que leer, sobre todo si se ha llegado a ese momento de la vida en el que se echa la vista atrás para ver qué hicimos mal y si tiene arreglo el estropicio, porque aún nos queda mucho por andar. Y sí, casi siempre tiene arreglo.