De vez en cuando se me desvía la vista hacia un objeto que durante años representaba mucho para mí en los momentos de imaginarme el mundo. Es un receptor de radio Sony diseñado para explorar emisiones de onda corta. Lo tengo cerca de donde escribo, en un estante, como adorno nostálgico. Lo usé para escuchar de todo, pero, principalmente, la BBC.
De vez en cuando se me desvía la vista hacia un objeto que durante años representaba mucho para mí en los momentos de imaginarme el mundo. Es un receptor de radio Sony diseñado para explorar emisiones de onda corta. Lo tengo cerca de donde escribo, en un estante, como adorno nostálgico. Lo usé para escuchar de todo, pero, principalmente, la BBC.
En mi adolescencia esperábamos a que cayera la noche para que la reflexión ionosférica ayudase a que nos llegaran las ondas de Radio París y de la BBC.
La pasión por la radio no me viene tanto de la profesión –en la que estoy desde hace casi cincuenta años– sino de mi condición de español criado en la posguerra, en la Longa Noite de Pedra que Celso Emilio Ferreiro puso en verso. Me libré de vivir el espanto de oír la radio bajo una colcha para que no lo supieran los vecinos, y a continuación “la social”; pero en mi adolescencia esperábamos a que cayera la noche para que la reflexión ionosférica ayudase a que nos llegaran las ondas de Radio París y de la BBC. Gracias a un viejo receptor Philips con “ojo mágico”, en casa podíamos enterarnos de lo que la censura borraba de los medios españoles. La represión franquista no podía luchar contra la física de la telecomunicación aunque hacía esfuerzos, principalmente usando estaciones potentes que emitían ruido a la misma frecuencia de su odiada Radio Pirenaica.
De esa noche pétrea, larguísima (Hitler mandó solo doce años; Franco, cuarenta), me quedó el gusto por oír lo que transmitían sistemas dotados con emisores de alta potencia, necesarios para conseguir grandes coberturas. Y llegué a instalar en mi casa antenas que ayudaban con su ganancia a captar señales debilitadas. Cosas de ingeniero.
Siendo director técnico de la CRTVG, tuve que estudiar el proyecto de la Radio Exterior de Galicia, dirigida a comunicar a la diáspora y a los navegantes con el país, lo mismo que hacía Radio Exterior de España, pero en gallego y con programación propia. La conclusión de los estudios fue lo que se esperaba: aunque desde Galicia se fuera a cubrir solamente Europa occidental, el Atlántico e Iberoamérica, habría que radiar cientos de kilovatios con instalaciones costosas en un emplazamiento difícil de conseguir. Una cobertura global –pensando en las flotas de océanos lejanos como el Índico, llenas de marinos gallegos– era, sencillamente, inabordable.
El proyecto sufrió un revés de la política y ya nunca se retomó; principalmente porque la Internet se expandía y, apoyada en ella, la web iba sumando servidores de todo tipo de información. En los tiempos del modem simple ya se podían oír vía web las emisoras principales. En aquellos comienzos todavía alternaba yo las recepciones por aire, sobre onda corta, y por par telefónico (con modem). Recuerdo que jugaba a medir los retardos de transmisión. Las señales horarias de la BBC se escuchaban seis segundos antes por la radio que a través del ordenador.
Si hacemos repaso histórico de los servicios audiovisuales basados en la web, veremos como aparecieron técnicas de transmisión sobre Internet que iban aumentando la calidad del producto recibido, al tiempo que crecía la capacidad de las redes, y que esta se vendía con tarifa plana. Año tras año se fueron incorporando todas las emisoras de radio: las grandes ya no eran las únicas en llegar a casa de cualquier expatriado con servicio de acceso a Internet.
¿Para quién, entonces, fueron quedando las emisiones de radio en onda corta? Para los marinos, los misioneros, los cooperantes…, para las selvas, los desiertos, los mares…
En este año que acaba surgió el conflicto de la Radio Exterior de España, que se emitía ya no solamente por onda corta sino, también, vía web y vía satélite. Echadas las cuentas, apagar los emisores de radio terrestre suponía ahorrar un millón de euros al año (y un disgusto para la compañía eléctrica que suministraba la energía para radiar las ondas electromagnéticas, claro).
¿Y quiénes protestaron? No los expatriados a lugares “civilizados” sino los marineros. Quien conoce la vida a bordo de los buques pesqueros sabe cómo se trabaja en ellos oyendo altavoces que difunden sobre y bajo cubierta lo que capta el receptor de onda corta. La presión aplicada a Radio Nacional de España por la protesta fue tal que la dirección dio marcha atrás parcial, ofreciendo coberturas y horarios de emisión limitados de la REE.
¿Para quién, entonces, fueron quedando las emisiones de radio en onda corta? Para los marinos, los misioneros, los cooperantes…, para las selvas, los desiertos, los mares…
Con todo, eso no es más que un arreglo o intento de calmar los ánimos. La solución técnica existe: conexión a Internet con buena capacidad en cualquier lugar del globo, “mirado” desde 37.000 kilómetros de altura por los satélites de comunicación. Si se compara el coste de una buena tarifa de ese servicio con el de gasóleo de un arrastrero medio, no es tanto gasto tener a una tripulación “como en casa”: o sea, con todos los servicios que disfrutamos en los terminales cuando se conectan a la red WiFi doméstica…
En fin: por muy romántica que sea la radio de onda corta, por muy entrañables que sean los recuerdos que nos trae, pensar en ella frente a la oferta de la web es como acordarse del fax (por no decir del télex o del telégrafo) cada vez que escribimos un mensaje de correo electrónico. Vayan pues mis votos para que gente a bordo de barcos, o agrupada en lugares “donde el diablo perdió el poncho” (lindo dicho argentino), pueda “apuntar a satélite” (dicho de ingenieros) y sentirse una parte más de sus mundos lejano que la quieren y la echan de menos.