«Quería ser anónima, pasear por la ciudad sin que nadie me viera: no es que quisiera volverme invisible exactamente, pero sí camuflarme, esconder esa cara de angustia y de dolor tan elocuente, librarme del peso de tener que parecer despreocupada, o peor todavía, atractiva». Olivia Laing en La ciudad solitaria.
El que nunca ha estado solo, solo de verdad, en una ciudad desconocida, no puede saber el vértigo que produce. Una mezcla entre placer y miedo que solo se supera una vez te dejas llevar por ella.
Empecé a viajar sola hace ya unos años y a aventurarme en ciudades y países desconocidos por el puro placer del descubrimiento. El de los lugares que visitaba y el de mí misma. Cuando hice mi ansiado viaje a Nueva York recuerdo el miedo unos días antes de salir. Iba a estar en casa de una desconocida, en Brooklyn, durante casi quince días, y lo que cuando compré el billete y reservé mi estancia por Airbnb, me pareció emocionante, se convirtió en una pesadilla, empezando por el miedo al primer viaje transatlántico. Pero el mismo día del viaje, el miedo se esfumó, y quedó a cambio un hormigueo en el corazón y el estómago, como el que se siente cuando te enamoras o frente a situaciones que deparan belleza y descubrimientos impredecibles.
Al llegar al aeropuerto JFK no cogí un taxi, hice el trayecto a Brooklyn como lo habría hecho un norteamericano que vuelve a casa tras pasar unos días en Europa. Y funcionó. Nunca olvidaré esas casi dos horas de trenes, metros y miradas. De paisajes y seres desconocidos, mi auténtica pasión en los viajes.
Cuando leí el libro de Olivia Laing, La ciudad solitaria. Aventuras en el arte de estar solo, editado por Capitán Swing, y seguí los pasos de la autora británica en un Nueva York amenazante tras su separación y en su reciente soledad en una ciudad que no era la suya, y a la que se había trasladado por amor, me sentí identificada. En mi caso había sido un viaje de placer y no había trauma de por medio, pero en su caminar encontré coincidencias con el mío quizá porque nos hicimos las mismas preguntas y nos inquietamos por la misma sensación de indefensión.
El libro de Laing persigue la soledad de un grupo de artistas como Warhol, Hopper, Wojnarowicz o Henry Darger, entre otros, y los sitúa en una de las ciudades más bellas del mundo, pero en épocas distintas, tanto que no la reconoceríamos con los ojos de ahora. Las historias de la soledad de estos artistas alternan de un modo ameno y entrañable con las de Olivia Laing en Nueva York tras su ruptura sentimental.
Cuando viajo me gusta deambular y perderme, descubrir los secretos que esconden las ciudades que visito, como un café acogedor, un buen restaurante, una tienda de segunda mano con alguna ganga, o una librería inolvidable. A veces, en mi propia ciudad, hago de turista, lo que requiere dotarse de un buen estado de ánimo y salir a la calle intentando perderse incluso en barrios que uno ya conoce, con la esperanza de encontrar alguna novedad o mirar con ojos del que descubre. Y como me encanta fantasear, suelo conseguirlo.
Seguir los pasos de un artista en Nueva York es seguir los pasos de la ausencia de los otros. Todo creador tiene que contar con tiempo por delante y largas horas solo en las que poder llevar a cabo lo que desea hacer. Cuando además la personalidad de los artistas entraña ciertas patologías y rarezas, como es el caso de la mayoría de los que Laing menciona en el libro, la soledad cobra dimensión de enfermedad, y provoca rechazo del que no está solo.
A todos los solitarios nos han acusado alguna vez de haber hecho algo malo con nuestras vidas, de algo vergonzoso (porque la soledad aún lo es para algunos) y los que nos rodean se apresuran a darnos consejos o a buscarnos parches poderosos para paliar la soledad. Y aunque a menudo no elegimos la soledad, convivimos con ella intentando no abandonarnos al aislamiento absoluto.
Con la llegada del SIDA a Nueva York, muchos de estos artistas que menciona Laing en el libro se vieron abocados al aislamiento social. La ignorancia y el miedo ante la nueva enfermedad provocó en los habitantes de la ciudad una auténtica paranoia difícil de vencer. Y a pesar de sus soledades y de unas vidas insatisfechas, muchos de estos artistas crearon algunas de las obras más perfectas del arte contemporáneo. Quién no recuerda el cuadro Nighthawks (Los noctámbulos), de Edward Hopper, el homenaje a los solitarios de las ciudades, plagado de una nostalgia deliciosa.
Decía Enric González en sus Historias de Nueva York, que la ciudad «fue y es refugio de librepensadores, charlatanes, inadaptados y gente rara». Por ella han pasado algunos de los más excéntricos pero más brillantes artistas e intelectuales de todos los tiempos. Rodeados de gente, la soledad se hace más palpable, y por eso es más emocionante también salir de ella y unirse al resto mientras descansan los pinceles o la pluma sobre el papel. Es entonces cuando la voluntad del artista es la que elige estar acompañado, y dejar a un lado por un rato la soledad que lo invade a menudo, que ya es parte de sí mismo, como la huella dactilar, y de la que ya nadie lo quiere hacer salir porque se han acostumbrado y no hay nada de vergonzoso en ello. ¿Pero y qué ocurre cuando caes en ella sin quererlo y ya no hay modo de salir? Sobre todos estos tipos de soledad habla Laing de un modo entrañable en un libro necesario en el momento que vivimos. Para comprender y no temer. Para no aislar.