Lo primero que hace uno instintivamente al entrar en una exposición de Phyllida Barlow es contener el aliento. Sus últimas exposiciones son sobrecogedoras en el sentido estricto de la palabra; grandes estructuras de formas inestables flotan, de manera inquietante, a una gran altura sobre delgados pilares de madera que parecen estar a punto de troncharse. Cuesta adentrarse, sus obras imponen y no permiten al visitante tomar una cómoda distancia de espectador pasivo. Empieza el juego.
Superada la sorpresa inicial, lo siguiente que se hace patente en el espacio es el juego de escalas. Como ocurre en la Acrópolis de Atenas o a los pies de las pirámides de Gizeh, la escala monumental de las esculturas transforman al espectador en una pequeña hormiga, en un volumen sin importancia, liberándole de la obligación de posicionarse en el punto de vista óptimo y habilitándolo como flanêur descuidado con licencia para pasear. Barlow afirmaba hace unos días en un encuentro celebrado en la Royal Academy que a ella le interesaban los puntos de vista no fotogénicos de la escultura y que son esos los más hermosos e intensos en su opinión. Esto es algo muy patente en cul-de-sac y en la invitación a pasear que nos ofrece, y está muy presente en el título (fondo de saco) que implica ir y volver por el mismo camino. También se aplica a la distribución de las obras a lo largo de la exposición que como afirmaba la artista están dispuestas describiendo un recorrido en forma de ocho que empieza y acaba en el mismo punto.
Las obras de cul-de-sac están realizadas con materiales perecederos y baratos como cartón, telas o maderas reutilizadas que conforman estructuras similares a las de los andamios. La sala de exposiciones exuda una cierta atmósfera de lugar en construcción en el que la obra se ha detenido hasta nuevo aviso y en la que nos hemos colado buscando rastros de su pasado a modo de aventurero voyeur. Sin embargo, a diferencia del ambiente polvoriento de las obras en construcción y de los lugares abandonados, las obras de la escultora británica se asemejan más a juegos infantiles de prismas de colores con los que los niños juegan. Estos acumulan las piezas creando torres hasta que colapsan, momento en el que el niño, como un Nerón en miniatura, observa ese instante de destrucción con fascinación. Las obras de cul-de-sac bien podrían ser el resto abandonado de una torre de babel tras colapsar. Son construcciones incompletas y cargadas de una monumentalidad minuciosamente rebajada mediante un inteligente ejercicio formal de desmenuzar la rotundidad de las formas creando diagonales, inclinaciones y movimientos. Estos mecanismos alejan a las piezas de Barlow de una monumentalidad entendida en términos clásicos de otras obras contemporáneas como Jericho de Anselm Kiefer.
Quizás podríamos imaginar una línea genealógica para estas obras que comenzara en las monumentales estructuras sociales de Tatlin a principios del siglo XX, continuara en la autodestrucción del Homenaje a Nueva York de Jean Tinguely de 1960 y concluyera en la aparente estética juguetona de Phyllida Barlow de sus últimas instalaciones. Hay en la obra de Barlow constantes guiños a estos tres momentos de la historia del arte.
Por ejemplo, las obras suspendidas de cul-de-sac recuerdan poderosamente a las primeras esculturas aéreas de Aleksandr Rodchenko (Spatial Construction no. 12c. 1920). Sin embargo, a diferencia de estas, ligeras y cinemáticas, las esculturas de Barlow flotan pesadamente por arte de un artificio técnico que intuimos tras las superficies rugosas y alquitranadas. La ligereza y el movimiento han sido sustituidos por una suerte de adherencia viscosa en un punto aleatorio del espacio. Dice Phyllida Barlow que su lucha actual es intentar sacar las armaduras que conforman la estructura de las esculturas fuera de estas y en las rocas flotantes de cul-de-sac se intuye esa tensión de querer mostrar el artificio, la técnica. Sea por enfatizar la belleza de construir el gesto, para acercarse a eso que los arquitectos llaman sinceridad constructiva o con la intención de reclamar la utilidad social de la escultura, lo cierto es que esta escenografía de colores, texturas y volúmenes nos acerca a la infancia cuando jugar en el barro era lo habitual. Mancharse, mojarse, construir castillos imaginarios y túneles, chapotear y buscar formas en el fondo de los charcos, regodearse en el sonido húmedo del agua y sentir la rugosidad de los granos de arena en la piel al construir carreteras anegadas… Todo eso aparece al tocar (clandestinamente) alguna de las superficies de cul-de-sac. Si a eso le añadimos el confesado amor a la pintura que desprenden las piezas y sus composiciones multicolor, la imaginación nos lleva a lugares tan distintos como las masas de color de Katharina Grosse o los dibujos de anime de Summer Wars, que pensándolo bien no están ni muy cerca ni muy lejos sino a la distancia que se puede existir en 2019.
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Texto y fotografías: © Javier Chozas / @javierchozas